Translate

martes, 17 de septiembre de 2013

El castaño y la higuera

Un viejo castaño vio un día a un hombre subido en una higuera. El hombre atraía hacia él las ramas, arrancaba los frutos y uno detrás de otro se los ponía en la boca, deshaciéndolos con sus duros dientes.
El castaño, con un largo murmullo de hojarasca, dijo:
-¡Oh, higuera, cuánto menos debes que yo a la madre naturaleza! ¿Ves cómo me ha hecho? ¡Qué bien ha protegido y ordenado mis dulces hijos, al vestirlos primero con una camisa sutil, sobre la cual ha puesto una chaqueta de piel dura y forrada! Y no contenta con haberme hecho tanto bien, ha construido para ellos una cubierta sólida y encima ha plantado muchas aguzadas espinas para defenderlos de las manos del hombre.
Un higo, al oír esto, se echó a reír y después de haber reído mucho dijo:
-¿Pero tú conoces al hombre? Tiene tal ingenio que de todos modos se llevará todos tus frutos. Armado de pértigas, de palos, de piedras, sacudirá tus ramas, hará caer tus frutos y cuando estén caídos los pisoteará o los aplastará con las piedras para sacarlos de la cáscara tan erizada de espinas, y tus hijitos saldrán de ella maltrechos, rotos y estropeados. En cambio, yo soy tratado con delicadeza, ya que únicamente me tocan con las manos.

Suele obtener mejores resultados el que en lugar de oponerse ciega y tercamente a los embates del infortunio, cede a sus ataques o los sortea, esperando con la mente despierta la mejor oportunidad de cambiar su suerte.

(de Fábulas, Atl. 67 r. a.)

1.082.5 Da vinci (Leonardo), 

El cangrejo

Un cangrejo se dio cuenta de que muchos pececitos, en lugar de aventurarse en el río, preferían girar prudentemente en torno a una roca.
El agua era limpia como el aire y los peces nadaban tranquilamente, gozando de la sombra y el sol.
El cangrejo esperó la noche, y cuando estuvo seguro de que nadie le viera fue a esconderse debajo de la roca.
Desde aquel escondite, como una alimaña en su madriguera, espiaba a los pececitos y cuando pasaban cerca de él los capturaba y se los comía.
-No está bien eso que haces -gruñó la roca. Te aprovechas de mí para matar a esos pobres inocentes.
El cangrejo ni siquiera la escuchó. Feliz y contento, seguía agarrando pececillos, encontrándolos de un sabor exquisito.
Pero un día, inesperadamente, vino una riada. El río creció, y el agua empujó con tanta fuerza a la roca que la hizo rodar por el lecho del río, aplastando al cangrejo que tenía debajo.

En el fondo, el error del cangrejo y de sus víctimas fue el mismo: limitarse en la vida a repetir actos que una vez dieron buen resultado, convirtiéndolos en una rutina que cualquier cambio exterior puede trastocar.

(de Fábulas, Ar. 42 v.)

1.082.5 Da vinci (Leonardo), 

El asno y el hielo

Erase una vez un asno cansado que no se sentía con ánimos de caminar hasta el establo.
Era invierno, hacía mucho frío y todos los caminos estaban helados.
-Yo me quedo aquí -dijo el asno, echándose en el suelo.
Un gorrioncillo hambriento se le posó cerca y le dijo al oído:
-Asno, no estás en el camino sino en un lago helado. Ten cuidado.
El asno, muerto de sueño, dio un largo bostezo y se durmió.
Pero el calor de su cuerpo comenzó, poco a poco, a deshacer el hielo, hasta que con un gran chasquido el hielo se rompió.
Cuando se encontró bajo el agua, el asno despertó alarmado; pero ya era demasiado tarde, y se ahogó.

¡Cuántas veces, por pereza, tomamos por óptima una solución a nuestros problemas que no sirve sino para ponernos en mayores dificultades!

(de Fábulas, Atl. 67 v. b.)

1.082.5 Da vinci (Leonardo), 

El aguila

Un águila, cierto día, mirando hacia abajo desde su altísimo nido, vio un búho.
-¡Qué gracioso animal! -dijo para sí. Ciertamente no debe ser un pájaro.
Picada por la curiosidad, abrió sus grandes alas y describiendo un amplio círculo comenzó a descender.
Cuando estuvo cerca del búho le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas ?
-Soy el búho -contestó temblando el pobre pájaro, tratando de esconderse detrás de una rama.
-¡Ja! ¡ja! ¡Qué ridículo eres! -rió el águila dando vueltas alrededor del árbol. Eres todo ojos y plumas. Vamos a ver -siguió, posándose sobre la rama, veamos de cerca cómo estás hecho. Déjame oír mejor tu voz. Si es tan bella como tu cara, habrá que taparse las orejas.
El águila, mientras tanto, ayudándose con las alas, trataba de abrirse camino entre las ramas para acercarse al búho.
Pero entre las ramas del árbol un campesino había dispuesto unas varas enligadas y esparcido abundante liga en las ramas más gruesas.
El águila se encontró de improviso con las alas pegadas al árbol y cuanto más forcejeaba por librarse, más se le pegaban todas sus plumas.
El búho dijo:
-Águila, dentro de poco vendrá el campesino, te agarrará y te encerrará en una jaula. puede que te mate para vengar los corderos que tú te has comido. Tú que vives siempre en el cielo, libre de peligros, ¿qué necesidad tenías de bajar tanto para reírte de mí?

Por burlarse malévolamente del búho, el águila cometió la mayor burla posible de sí misma: por una finalidad fútil e insustancial perdió el don precioso de la libertad.

(de Fábulas, Atl. 67 r. b.)

1.082.5 Da vinci (Leonardo), 

El agua

Un día el agua, encontrándose en su elemento, es decir, en el soberbio mar, fue presa del deseo de subir al cielo.
Se dirigió entonces a otro elemento, al fuego, suplicándole la ayudase. El fuego aceptó, y con su calor la volvió más ligera que el aire, transformándola en un sutil vapor.
El vapor se levantó hacia el cielo, voló muy alto, hasta los estratos más ligeros y fríos del aire, donde el fuego no podía ya seguirlo. Entonces las partículas del vapor, ateridas de frío, se vieron obligadas a juntarse apretadamente, volviéndose más pesadas que el aire. Y cayeron en forma de lluvia. Más que caer, se precipitaron. Habían subido al cielo demasiado llenas de soberbia, y fueron inmediatamente puestas en fuga. La lluvia fue bebida por la tierra sedienta y así, al quedar mucho tiempo prisionera del suelo, el agua purgó su pecado con una larga penitencia.

(de Fábulas, Fo. III. 2 r.)

1.082.5 Da vinci (Leonardo),

El aguila y el cuervo

A Don Tomás de Iriarte

En mis versos, Iriarte,
Ya no quiero más arte
Que poner a los tuyos por modelo.
A competir anhelo
Con tu numen, que el sabio mundo admira,
Si me prestas tu lira,
Aquélla en que tocaron dulcemente
Música y Poesía juntamente.
Esto no puede ser: ordena Apolo
Que, digno sólo tú, la pulses solo.
¿Y, por qué sólo tú? Pues cuando menos,
¿No he de hacer versos fáciles, amenos,
Sin ambicioso ornato?
¿Gastas otro poético aparato?
Si tú sobre el Parnaso te empinases,
Y desde allí cantases:
Risco tramonto de época altanera,
«Góngora que te siga», te dijera;
Pero si vas marchando por el llano,
Cantándonos en verso castellano
Cosas claras, sencillas, naturales,
Y todas ellas tales,
Que aun aquel que no entiende poesía
Dice: Eso yo también me lo diría;
¿Por qué no he de imitarte, y aun acaso
Antes que tú trepar por el Parnaso?
No imploras las sirenas ni las musas,
Ni de númenes usas,
Ni aun siquiera confias en Apolo.
A la naturaleza imploras solo,
Y ella, sabia, te dicta sus verdades.
Yo te imito: no invoco a las deidades,
Y por mejor consejo,
Sea mi sacro numen cierto viejo,
Esopo digo. Díctame, machucho,
Una de tus patrañas; que te escucho.
Una Águila rapante,
Con vista perspicaz, rápido vuelo,
Descendiendo veloz de junto al cielo,
Arrebató un cordero en un instante.
Quiere un Cuervo imitarla: de un carnero
En el vellón sus uñas hacen presa;
Queda enredado entre la lana espesa,
Como pájaro en liga prisionero.
Hacen de él los pastores vil juguete,
Para castigo de su intento necio.
Bien merece la burla y el desprecio
El Cuervo que a ser Águila se mete.
El viejo me ha dictado esta patraña,
y astutamente así me desengaña.
Esa facilidad, esa destreza,
Con que arrebató el Águila su pieza,
Fue la que engañó al Cuervo, pues creía
Que otro tanto a lo menos él haría.
Mas ¿qué logró? Servirme de escarmiento.
¡Ojalá que sirviese a más de ciento,
Poetas de mal gusto inficionados,
Y dijesen, cual yo, desengañados:
«El Águila eres tú, divino Iriarte;
Ya no pretendo más sino admirarte:
Sea tuyo el laurel, tuya la gloria,
Y no sea yo el cuervo de la historia!»

1.045.5 Samaniego (Felix Maria), 

Demetrio y menandro

Si te falta el buen nombre,
Fabio, en vano presumes
Que en el mundo te tengan por grande hombre,
Sin más que por tus galas y perfumes.

Demetrio el Faleriano se apodera
De Atenas, y aunque fue con tiranía,
De agradable manera
Los del vulgo le aclaman a porfía.
Los grandes y los nobles distinguidos
Con fingido placer la mano besan
Que los tiene oprimidos;
Aun a los que en el ocio se embelesan,
Y la poltrona gente
Los arrastra el temor al cumplimiento.
Con ellos va Menandro juntamente,
Dramático escritor de gran talento,
Cuyas obras leyó, sin conocerle,
Demetrio. Con perfumes olorosos
Y pasos afectados entra. Al verle
Llegar entre los tardos perezosos,
El nuevo Arconte prorrumpió, enojado:
«Con qué valor se pone en mi presencia
Ese hombre afeminado?»
«Señor, le respondió la concurrencia,
Es Menandro el autor.» Al punto muda
De semblante el tirano;
Al escritor saluda,
Y con grata expresión le da la mano.

1.045.5 Samaniego (Felix Maria), 

Congreso de los ratones

Desde el gran Zapirón, el blanco y rubio,
Que después de las aguas del diluvio
Fue padre universal de todo gato,
Ha sido Miauragato
Quien más sangrientamente
Persiguió a la infeliz ratona gente.
Lo cierto es que, obligada
De su persecución la desdichada,
En Ratópolis tuvo su congreso.
Propuso el elocuente Roequeso
Echarle un cascabel, y de esa suerte
Al ruido escaparían de la muerte.
El proyecto aprobaron uno a uno,
¿Quién lo ha de ejecutar? eso ninguno.
«Yo soy corto de vista. Yo muy viejo.
Yo gotoso», decían. El concejo
Se acabó como muchos en el mundo.
Proponen un proyecto sin segundo:
Lo aprueban: hacen otro. ¡Qué portento!
Pero ¿la ejecución? Ahí está el cuento.

1.045.5 Samaniego (Felix Maria), 

Batalla de las comadrejas y de los ratones

Vencidos los ratones,
Huían con presteza
De una atroz enemiga
Tropa de Comadrejas;
Marchaban con desorden,
Que cuando el miedo reina,
Es la confusión sola
El jefe que gobierna.
Llegaron presurosos
A sus angostas cuevas,
Logrando los soldados
Entrar a duras penas;
Pero los capitanes,
Que en las estrechas puertas
Quedaron atascados
Sin ninguna defensa,
A causa de unos cuernos
Puestos en las cabezas,
Para ser de sus tropas
vistos en la refriega,
Fueron las desdichadas
Víctimas de la guerra,
Haciendo de sus cuerpos
Pasto las Comadrejas.

¡Cuántas veces los hombres
Distinciones anhelan,
Y suelen ser la causa
De sus desdichas ellas!
Si Júpiter dispara
Sus rayos a la tierra
Antes que a las cabañas
A los palacios y a las torres llegan.


  1.045.5 Samaniego (Felix Maria)

Boreas y el sol

Bóreas y el Sol disputaban sobre sus poderes, y decidieron conceder la palma al que despojara a un viajero de sus vestidos.
Bóreas empezó de primero, soplando con violencia; y apretó el hombre contra sí sus ropas, Bóreas asaltó entonces con más fuerza; pero el hombre, molesto por el frío, se colocó otro vestido. Bóreas, vencido, se lo entregó al Sol.
Este empezó a iluminar suavemente, y el hombre se despojó de su segundo vestido; luego lentamente le envió el Sol sus rayos más ardientes, hasta que el hombre, no pudiendo resistir más el calor, se quitó sus ropas para ir a bañarse en el río vecino.


Es mucho más poderosa una suave persuasión que un acto de violencia.

1.023.5 Esopo, 

Androcles y el leon

Un esclavo llamado Androcles tuvo la oportunidad de escapar un día y corrió hacia la foresta.
Y mientras caminaba sin rumbo llegó a donde yacía un león, que gimiendo le suplicó:
-Por favor te ruego que me ayudes, pues tropecé con un espino y una púa se me enterró en la garra y me tiene sangrando y adolorido.
Androcles lo examinó y gentilmente extrajo la espina, lavó y curó la herida. El león lo invitó a su cueva donde compartía con él el alimento.
Pero días después, Androcles y el león fueron encontrados por sus buscadores. Llevado Androcles al emperador fue condenado al redondel a luchar contra los leones.
Una vez en la arena, fue suelto un león, y éste empezó a rugir y buscar el asalto a su víctima.
Pero a medida que se le acercó reconoció a su benefactor y se lanzó sobre él pero para lamerlo cariñosamente y posarse en su regazo como una fiel mascota. Sorprendido el emperador por lo sucedido, supo al final la historia y perdonó al esclavo y liberó en la foresta al león.

Los buenos actos siempre son recompensados.

1.023.5 Esopo, 

Afrodita y la gata

Se había enamorado una gata de un hermoso joven, y rogó a Afrodita que la hiciera mujer. La diosa, compadecida de su deseo, la transformó en una bella doncella, y entonces el joven, prendado de ella, la invitó a su casa.
Estando ambos descansando en la alcoba nupcial, quiso saber Afrodita si al cambiar de ser a la gata había mudado también de carácter, por lo que soltó un ratón en el centro de la alcoba.
Olvidándose la gata de su condición presente, se levantó del lecho y persiguió al ratón para comérselo. Entonces la diosa, indignada, la volvió a su original estado.

El cambio de estado de una persona, no la hace cambiar de sus instintos.

1.023.5 Esopo,

Silencio

Ευδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες
Πρώονες τε καˆ χαράδραι
(Las crestas montañosas duermen; los valles,
los riscos y las grutas están en silencio.)
(ALCMÁN [60(10),646])

Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continua-mente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.
Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.
Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se des-moronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche trans-curría y él continuaba sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.

1.011.5 Poe (Edgar Allan)

A la puerta del paraiso

Irguiéndose de la tumba, una Mujer se presentó a la Puerta del Paraíso, y golpeó con mano temblorosa.
-Señora -dijo San Pedro, levantándo­se y acercándose a la ventanilla, ¿de dónde viene?
-De San Francisco -respondió la Mu­jer, avergonzada, mientras grandes gotas de sudor brillaban en su frente espiritual.
-¡No importa, mi buena muchacha! contestó el Santo, compasiva-mente. La eternidad es un tiempo largo; terminarás por olvidar.
-Pero eso no es todo -la Mujer esta­ba cada vez más turbada. Yo envenené a mi esposo... yo descuarticé a mis niños, yo...
-Ah -dijo el Santo, con súbita severi­dad, tu confesión sugiere una grave po­sibilidad. ¿Eras miembro de la Asociación de Mujeres de Prensa?
La mujer se irguió y replicó con entu­siasmo:
-No.
Las puertas de madreperla y jaspe gira­ron sobre sus goznes de oro, produciendo la música más cautivadora, y el Santo, ha­ciéndose a un lado, hizo una reverencia, diciendo:
-Entra, entonces, en tu eterno descan­so.
Pero la Mujer vacilaba.
-El envenenamiento... el descuartizamiento... el... el... -tartamudeó.
-No tienen importancia, te lo aseguro. No vamos a mostrarnos rigurosos con una señora que no pertenecía a la Asociación de Mujeres de Prensa. Toma un arpa.
-Pero... yo solicité el ingreso... Me pusieron bolilla negra.

-Toma dos arpas.

1.007.5 Briece (Ambrose),