También aquel día la red salió
llena de peces. Carpas, barbos, lampreas, tencas, albures, anguilas y tantos
otros terminaron en el cesto del pescador.
Debajo, dentro del agua del río,
los supervivientes, asombrados y aterrados, no se atrevían a moverse. Familias
enteras ya estaban depositadas en el mercado, bancos enteros habían caído en
las redes y terminado en la sartén. ¿Qué harían?
Algunas jóvenes brecas de río se
reunieron detrás de unas piedras y decidieron rebelarse.
-Es cuestión de vida o muerte
-dijeron. Esta red que cada día desciende al agua y siempre en lugar distinto,
para aprisionarnos y arrancarnos de nuestro elemento, despoblará el río
exterminándonos a todos. Y nuestros hijos tienen derecho a vivir y nosotros
debemos hacer lo que sea para salvarlos de esta tragedia.
-¿Y qué cosa se puede hacer?
-preguntó una tenca que había seguido a los conjurados.
-Destruir la red -contestaron
juntas las jóvenes brecas.
La valiente decisión, confiada a
las inquietas anguilas, corrió rápidamente a lo largo del río, invitando a
todos los peces a reunirse la mañana siguiente en un remanso protegido por
grandes sauces.
Al día siguiente, millares de
peces, de todos los tamaños y todas las edades, se dieron cita para declarar la
guerra a la red.
La dirección de la operación fue
confiada a una vieja y astuta carpa, que ya había conseguido librarse dos veces
de la prisión despedazando con los dientes las mallas de la red.
-Estad bien atentos -dijo la carpa,
la red es tan larga como el ancho del río y cada malla, en el lado de abajo,
tiene un plomo que la retiene en el fondo. Dividíos en dos grupos: un grupo
levantará los plomos, trayéndolos a la superficie; el otro grupo sujetará firme-mente
la red por la parte superior. Las lampreas cortarán con los dientes las cuerdas
que mantienen tensa la red entre las dos orillas. Que las anguilas vayan
inmediatamente de reconocimiento para indagar el sitio donde han lanzado la
red.
Partieron las anguilas. Los peces,
reunidos en grupos, se colocaron a lo largo de la orilla. Las brecas empujaban
a los más tímidos, recordándoles el triste fin de muchos compañeros, y les
exhortaban a no tener miedo si quedaban prendidos en la red porque ningún
hombre podría ya sacarla a la orilla.
Las anguilas exploradoras
volvieron. La red estaba hundida y se encontraba a una milla de distancia.
Entonces, todos los peces, como una
inmensa flota, se pusieron a navegar detrás de la vieja carpa.
-Atención -dijo la carpa, la
corriente podría arrastrarnos a la red: aguantad, maniobrando bien.
Y la red, gris, siniestra,
apareció...
Los peces, presos de imprevisto
furor, comenzaron el ataque.
La red fue alzada del fondo, las
cuerdas que la sujetaban fueron rotas, las mallas destrozadas; pero los peces,
furiosos, no soltaron la presa. Cada uno con su pedazo de red en la boca,
agitando las aletas y la cola, tiraron en todos los sentidos, para destrozar y
romper la red, encontrando así, en el agua que parecía hervir, la libertad
perdida.
No hay pueblos sojuzgados y temerosos, sino pueblos sin obje-tivos, ni
esperanza, ni líderes a quienes seguir.
(de Fábulas, Ar. 42 v.)
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