Después
de haber viajado largo tiempo por el Pacífico, vimos desde lejos una isla de
azúcar, con montañas de compota, rocas de azúcar cande y caramelo y arroyos de
jarabe, que fluían por la
campiña. Los habitantes, que por cierto eran muy golosos,
lamían los caminos y chupábanse los dedos, después de haberlos hundido en las
corrientes. Había allí bosques de regaliz y grandes árboles que destilaban la
miel de los panales, cayendo en la boca de los viajeros, si tenían gusto de
abrirla. Como todas estas dulzuras nos parecieron insípidas, quisimos visitar
otros países de gusto más refinado. Se nos aseguró que, en efecto, a diez
leguas de allí existía un lugar con minas de jamón, de embutidos y de guisado
sazonado con pimienta. Se ahondaba en estas minas lo mismo que en las de oro
del Perú. También se hallaban allí ríos de salsa con cebollino. Los muros de
las casas eran de carne de pato. Llovía vino tinto, cuando el cielo se cargaba;
y en los días buenos el rocío de la mañana era como el vino blanco de Grecia o
de la Provenza. Para
ir a esta isla fuimos al puerto, donde doce hombres de estatura colosal y de
fuerza prodigiosa soplaron tan fuertemente, que nos hincharon nuestras velas y
nos dieron viento favorable; apenas llegamos a la otra isla encontramos
mercaderes que vendían apetito, porque éste falta con frecuencia a causa de
tantos guisos. Otros vendían sueño. El precio estaba regulado por el tiempo,
de modo que se pagaba más por los sueños largos que por los cortos. Los sueños
hermosos eran los más caros.
Yo,
con mi dinero, compré los más agradables y, como estaba muy cansado, me fui a
dormir. Pero en cuanto estuve echado, oí un gran ruido; tuve miedo y comencé a
pedir socorro. Dijéronme que era la tierra que se abría. Yo me creía perdido;
pero se me aseguró que se abría todas las noches, a una hora determinada, para
vomitar con gran esfuerzo ríos hirvientes de chocolate espumoso y licores
helados de todas clases. Me levanté en seguida para probarlos y, a fe, que estaban
deliciosos. Seguidamente volví al lecho y quedé dormido; soñé que el mundo era
de cristal; que los hombres se mantenían de los más agradables perfumes, y no
podían caminar si no era danzando, ni hablar, sin cantar; que usaban alas para
hendir los aires y aletas para cruzar los mares. Estos hombres eran como el
pedernal de los fusiles, pues no se les podía tocar sin que echase chispas. Se
inflaban como una mecha, y no podía menos de sonreírme viendo viendo cuán
fácilmente se les impresionaba. Pregunté a uno de ellos cómo se hallaban tan
animados, y para contestarme que nunca se dejaban llevar de la cólera, me lo
dijo enseñándome el puño.
Apenas
desperté cuando vino hacia mí un vendedor de apetito preguntán-dome de qué
quería tener hambre; y quise que me vendiera relajamiento de estómago. A cambio
de mi dinero me dio doce saquitos de tafetán, que, puestos sobre mí hacían las
veces de doce estómagos, consintiendo comer durante el día y digerir
fácilmente y cada día, doce banquetes. En cuanto hube comprado los doce saquitos
comencé a sentir un hambre voraz. Pase el día gozando los doce deliciosos
festines. Al terminar uno ya comenzaba a sentir hambre y comenzaba el otro.
Mas, como tenía más avidez que hambre, en realidad no comía sino que devoraba;
al contrario de las gentes de aquel país, que eran de una delicadeza y
corrección exquisita. Al llegar la tarde estuve avergonzado de haberme pasado
el día sentado a la mesa, como un caballo atado a su pesebre. Por esto tomé la
resolución de pasar el día siguiente nutriéndome de buenos olores. Me dieron
para desayunar perfume de naranja. Para comer me dieron una alimentación más
fuerte: me sirvieron nardos y después piel de España. Para la colación me
dieron solamente junquillos. A la hora de cenar me ofrecieron grandes ramos,
donde aparecían toda clase de flores olorosas, y buen número de pomos con toda
suerte de perfumes. Por la noche tuve una indigestión por haber sentido
durante todo el día tantos olores nutritivos. Al día siguiente ayuné para
desquitarme de la fatiga de los días anteriores. Me dijeron que en aquel país
existía una villa muy singular, a la cual me llevarían en un carruaje
completamente desconocido. Y, en efecto, se me hizo entrar en una pequeña cesta
de madera muy ligera, toda cubierta de grandes plumas. Cuatro aves, grandes
como avestruces de inmensas alas, tiraban de la cesta por medio de cuerdas de
seda. Estos pájaros tomaron en seguida el vuelo y yo les dirigí hacia oriente,
por la ruta que me habían señalado, empuñando las riendas. Veía a mis pies las
altas montañas, y tan rápidamente volábamos, que casi me faltaba el aliento. En
una hora llegamos a la renombrarla villa. Era toda ella de mármol y tres veces
más grande que París; toda ella no era sino una sola casa. Tenía 24 patios, cada
uno de los cuales era más grande que el mayor palacio del mundo; en medio de
estos 24 patios, abríase otro, que hacía el número veinticinco, seis veces
mayor que los demás. Todos los pisos de esta casa eran iguales, porque en
aquella ciudad reinaba una igualdad absoluta para todos los habitantes. Allí no
hay criados ni gente baja; cada cual se sirve a sí mismo; nadie era servidor de
nadie; solamente hay allí ayudas, que son unos pequeños gnomos espirituales y
vertiginosos que proporcionan a todos cuanto desean.
Cuando
llegué fui recibido por uno de estos espíritus, el cual, juntándose conmigo,
hizo que al instante de desear algo lo consiguiera seguidamente. Como estos
pedidos se iban realizando, pronto me cansé de desear; comencé, por
experiencia, a entender que es mejor pasar, sin las cosas superfluas, que ir
alimentando siempre nuevos deseos, sin poder jamás detenerse en el goce
tranquilo de algún placer.
Los
habitantes de esta ciudad iban pulquérrimos; eran dulces y educa-dísimos. Me
recibieron como si yo fuera uno de ellos. Cuando quería pedirles algo, se
adelantaban a mis deseos y los corres-pondían, sin necesidad de que les
explicase nada. Me sorprendió que jamás hablaban entre sí; leían en los ojos de
los demás lo que pensaban, como se lee en un libro; cuando querían guardar sus
pensamientos no hacían más que cerrarlos. Me llevaron a un salón donde se hacía
música, de perfumes; pues para ellos los perfumes son armoniosos, como para
nosotros los sonidos. Así, un conjunto de perfumes dulces y fuertes, en
diferentes grados, combinándose, producían una armonía soberana, hiriendo el
olfato, a la manera que la música hiere el oído. En aquel país las mujeres
gobiernan a los hombres; son jueces, maestros y guerreros. Los hombres se
acicalan y arreglan todo el día; hilan, cosen y bordan, y sufren los golpes de
las mujeres, cuando ellas les castigan por haber sido desobedientes. Dicen que
esto sucede de algún tiempo a esta parte porque los hombres afeminados,
volviéronse lacios, preciosos e ignorantes, llegando a dejarse gobernar por las
hembras. Y así ellas se aprestaron a poner remedio a los males que habían
sobrevenido a la
república. Abrieron escuelas públicas donde aprendían y se
perfeccionaban las mujeres mejor dispuestas.
Desarmaron a sus maridos. Los
separaron de la carrera judicial; se encargaron del orden público, decretaron
nuevas leyes y las hicieron observar, salvando la cosa pública de la ruina
total que habían ido preparando la poca aplicación, la ligereza y la molicie
de los hombres.
Después
de ensayar este orden de cosas, y fatigado con tantos festines y delicadezas,
llegué a la conclusión de que los placeres de los sentidos, aun variados y
fáciles de adquirir, envilecen y quitan la felicidad de los hombres. Y así me
alejé de aquellas tierras, aparentemente tan deliciosas, y de retorno a mi casa
hallé un camino sobrio, un trabajo moderado y unas costumbres puras; y en la
práctica de la virtud, la salud y la dicha que no me había podido procurar la
continuidad de los buenos manjares ni la variedad de los placeres.
1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041