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viernes, 26 de septiembre de 2014

Los huevos

Más allá de las islas Filipinas
hay una, que ni sé cómo se llama,
ni me importa saberlo; donde es fama
que jamás hubo casta de gallinas
hasta que allá un viajero
llevó por accidente un gallinero.
Al fin tal fue la cría, que ya el plato
más común y barato
era de huevos frescos; pero todos
los pasaban por agua (que el viajante
no enseñó a componerlos de otros modos).
Luego de aquella tierra un habitante
introdujo el comerlos estrellados.
¡Oh qué elogios se oyeron a porfía
de su rara y fecunda fantasía!
Otro discurre hacerlos escalfados.
¡Pensamiento feliz! Otro rellenos...
¡Ahora sí que están los huevos buenos!
Uno después inventa la tortilla,
y todos claman ya: ¡qué maravilla!
No bien se pasó un año,
cuando otro dijo: «Sois unos petates:
yo los haré revueltos con tomates.»
Y aquel guiso de huevos tan extraño,
con que toda la isla se alborota,
hubiera estado largo tiempo en uso,
a no ser porque luego los compuso
un famoso extranjero a la Hugonota.
Esto hicieron diversos cocineros;
pero ¡qué condimentos delicados
no añadieron después los reposteros!
Moles, dobles, hilados,
en caramelo, en leche,
en sorbete, en compota, en escabeche.
Al cabo todos eran inventores,
y los últimos huevos los mejores.
Mas un prudente anciano
les dijo un día: «Presumís en vano
de esas composiciones peregrinas.
¡Gracias al que nos trajo las gallinas!
Tantos autores nuevos
¿no se pudieran ir a guisar huevos
más allá de las islas Filipinas?

No falta quien quiera pasar por autor original cuando no hace más que repetir, con corta diferencia, lo que otros muchos han dicho.

Iriarte (Tomas de) - 043

Los dos tordos

Persuadía un tordo abuelo,
lleno de años y prudencia,
a un tordo, su nietezuelo,
mozo de poca experiencia,
a que, acelerando el vuelo,
viniese con preferencia
hacia una poblada viña,
e hiciese allí su rapiña.
«Esa viña ¿dónde está
(le pregunta el mozalbete),
y qué fruto es el que da?»
«Hoy te espera un gran banquete,
dice el viejo, ven acá:
aprende a vivir, pobrete.»
Y no bien lo dijo, cuando
las uvas le fue enseñando.
Al verías saltó el rapaz:
«¿Y esta es la fruta alabada
de un pájaro tan sagaz?
¡Qué chica! ¡Qué desmedrada!
Ea, vaya, es incapaz
que eso pueda valer nada.
Yo tengo fruta mayor
en una huerta, y mejor.»
«Veamos, dijo el anciano,
aunque sé que más valdrá
de mis uvas sólo un grano.»
A la huerta llegan ya;
y el joven exclama ufano:
«¡Qué fruta! ¡Qué gorda está!
¿No tiene excelente traza?...
¿Y qué era? Una calabaza.
Que un tordo en aqueste engaño
caiga, no lo dificulto;
pero es mucho más extraño
que hombre tenido por culto
aprecie por el tamaño
los libros, y por el bulto.
Grande es, si es buena, una obra.
Si es mala, toda ella sobra.

No se han de apreciar los libros por su bulto ni por su tamaño.

Iriarte (Tomas de) - 043

Los dos loros y la cotorra

De Santo Domingo trajo
dos loros una señora:
la isla es mitad francesa,
y otra mitad española.
Así cada animalito
hablaba distinto idioma.
Pusiéronlos al balcón,
y aquello era Babilonia;
de francés y castellano
hicieron tal pepitoria,
que al cabo ya no sabían
hablar ni una lengua ni otra.
El francés del español
tomó voces, aunque pocas,
el español al francés
casi se las tomó todas.
Manda el ama separarlos,
y el francés luego reforma
las palabras que aprendió
de lengua que no es de moda
el español, al contrario,
no olvida la jerigonza,
y aun discurre que con ella
ilustra su lengua propia.
Llegó a pedir en francés
los garbanzos de la olla,
y desde el balcón de enfrente
una erudita cotorra
la carcajada soltó,
haciendo del loro mofa.
Él respondió solamente,
como por tacha afrentosa:

Vos no sois una PURISTA;
y ella dijo: A mucha honra.
¡Vaya, que los loros son
lo mismo que las personas!

Los que corrompen su idioma no tienen otro desquite que llamar puristas a los que le hablan con propiedad, como si el serlo fuera tacha.

Iriarte (Tomas de) - 043

Los dos huespedes

Pasando por un pueblo
de la montaña
dos caballeros mozos
buscan posada...
De dos vecinos
reciben mil ofertas
los dos amigos.
Porque a ninguna quieren
hacer desaire,
en casa de uno y otro
van a hospedarse.
De ambas mansiones
cada huésped la suya
a gusto escoge.
La que el uno prefiere,
tiene un gran patio,
con su gran frontispicio
como un palacio.
Sobre la puerta
su escudo de armas tiene
hecho de piedra.
La del otro, a la vista,
no era tan grande:
mas dentro no faltaba
donde alojarse;
como que había
piezas de muy buen temple,
claras y limpias.
Pero el otro palacio
del frontispicio
era, además de estrecho,
oscuro y frío;
mucha portada:
y por dentro desvanes
a teja vana.
El que allí pasó un día
mal hospedado,
contaba al compañero
el fuerte chasco;
pero él te dijo:
«Otros chascos como ese
dan muchos libros.»

Las portadas ostentosas de los libros engañan mucho.

Iriarte (Tomas de) - 043

Los dos conejos

Por entre unas matas
seguido de perros
(no diré corría)
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero,
y le dijo: «Tente,
amigo, ¿qué es esto?»
«¿Qué ha de ser? responde.
Sin aliento llego...
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo.»
«Sí, replica el otro,
por allí los veo...
Pero no son galgos.»
«Pues ¿qué son?» -«¡Podencos!»
«¡Qué! ¿Podencos dices?»
«Sí, como mi abuelo.»
«Galgos y muy galgos:
bien visto lo tengo.»
«Son Podencos: vaya,
que no entiendes de eso.»
«Son galgos, te digo.»
«Digo que podencos.»
En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.

No debemos detenernos en cuestiones frívolas, asunto principal.

Iriarte (Tomas de) - 043

Los cuatro lisiados

Un mudo a nativitate,
y más sordo que una tapia,
vino a tratar con un ciego
cosas de poca importancia.
Hablaba el ciego por señas,
que para el mudo eran claras:
mas hízole otras el mudo,
y él a oscuras se quedaba.
En este apuro trajeron
para que los ayudara
a un camarada de entrambos
que era manco, por desgracia.
Este las señas del mudo
trasladaba con palabras,
y por aquel medio el ciego
del negocio se enteraba.
Por último, resultó
de conferencia tan rara
que era preciso escribir
sobre el asunto una carta.
«Compañeros, saltó el manco,
mi auxilio a tanto no alcanza;
pero a escribirla vendrá
el dómine p si le llaman.»
«¿Qué ha de venir, dijo el ciego,
si es cojo, que apenas anda?
Vamos: será menester
ir a buscarlo a su casa.»
Así lo hicieron: y al fin
el cojo escribe la carta;
díctanla el ciego y el manco,
y el mudo parte a llevarla.
Para el consabido asunto
con dos personas sobraba;
mas como eran ellas tales,
cuatro fueron necesarias.
Y a no ser porque ha tan poco
que en un lugar de la Alcarria
acaeció esta aventura,
testigos más de cien almas,
bien pudiera sospecharse
que estaba adrede inventada
por alguno que con ella
quiso pintar lo que pasa
cuando juntándose muchos
en pandilla literaria,
tienen que trabajar todos
para una gran patarata.

Las obras que un particular puede desempeñar por sí solo, no merecen se emplee en ellas el trabajo de muchos hombres.

Iriarte (Tomas de) - 043

La vibora y la sanguijuela

«Aunque las dos picamos (dijo un día
la víbora a la simple sanguijuela),
de tu boca reparo que se fía
el hombre, y de la mía se recela.»
La chupona responde: «Ya, querida;
mas no picamos de la misma suerte:
yo, si pico a un enfermo, le doy vida.
Tú, picando al más sano, le das muerte.»
Vaya ahora de paso una advertencia:
muchos censuran, sí, lector benigno;
pero a fe que hay bastante diferencia
de un censor útil a un censor maligno.

No confundamos la buena crítica con la mala.

Iriarte (Tomas de) - 043

La urraca y la mona

A una mona
muy taimada
dijo un día
cierta urraca:
«Si vinieras,
a mi casa
¡cuántas cosas
te enseñara!
Tú bien sabes
con qué maña
robo y guardo
mil alhajas.
Ven; si quieres,
y veraslas
escondidas
tras de un arca.»
La otra dijo:
«Vaya en gracia.»
Y al paraje
le acompaña.
Fue sacando
doña Urraca
una liga
colorada,
un tontillo
de casaca,
una hebilla,
dos medallas,
la contera
de una espada,
medio peine,
y una vaina
de tijeras;
una gasa,
un mal cabo
de navaja,
tres clavijas
de guitarra,
y otras muchas
zarandajas.
«¿Qué tal? dijo.
Vaya, hermana;
¿No me envidia?
¿No se pasma?
A fe que otra
de mi casta
en riqueza
no me iguala.»
Nuestra mona
la miraba
con un gesto
de bellaca:
y al fin dijo:
«¡Patarata!
Has juntado
lindas maulas.
Aquí tienes
quien te gana,
porque es útil
lo que guarda.
Si no, mira
mis quijadas.
Bajo de ellas,
camarada,
hay dos buches
o papadas,
que se encogen
y se ensanchan.
Como aquello
que me basta,
y el sobrante
guardo en ambas
para cuando
me haga falta,
tú amontonas,
mentecata,
trapos viejos
y morralla;
mas yo, nueces,
avellanas,
dulces, carne,
y otras cuantas
provisiones
necesarias.
Y esta mona
redomada,
¿habló sólo
con la urraca?
Me parece
que más habla
con algunos
que hacen gala
de confusas
misceláneas,
y fárrago
sin sustancia.

El verdadero caudal de erudición no consiste en hacinar muchas noticias, sino en recoger con elección las útiles y necesarias.

Iriarte (Tomas de) - 043

La rana y la gallina

Desde su charco una parlera rana
oyó cacarear a una gallina.
-«Vaya; le dijo: no creyera, hermana,
que fueras tan incómoda vecina.
Y con toda esa bulla, ¿qué hay de nuevo?
-«Nada, sino anunciar que pongo un huevo.»
-«¿Un huevo solo? ¡Y alborotas tanto!»
-«Un huevo solo; sí, señora mía.
¿Te espantas de eso, cuando no me espanto
de oírte cómo graznas noche y día?
Yo, porque sirvo de algo, lo publico;
tú, que de nada sirves, calla el pico.»

Al que trabaja algo, puede disimulárselo que lo pregone; el que nada hace, debe callar.

Iriarte (Tomas de) - 043

La rana y el renacuajo

En la orilla del Tajo
hablaba con la rana el renacuajo,
alabando las hojas, la espesura
de un gran cañaveral y su verdura.
Mas luego que del viento
el ímpetu violento
una caña abatió, que cayó al río,
en tono de lección dijo la rana:
«Ven a verla, hijo mío:
por de fuera muy tersa, muy lozana;
por dentro, todo fofa, toda vana.»
Si la rana entendiera poesía,
también de muchos versos lo diría.

¡Qué despreciable es la poesía de mucha hojarasca!

Iriarte (Tomas de) - 043

La parietaria y el tomillo

Yo leí, no sé dónde, que en la lengua herbolaria
saludando al tomillo la hierba parietaria,
con socarronería le dijo de esta suerte:
«Dios te guarde, tomillo: lástima me da verte,
que aunque más oloroso que todas estas plantas,
apenas medio palmo del suelo te levantas.»
Él responde: «Querida, chico soy, pero crezco
sin ayuda de nadie. Yo sí te compadezco;
pues, por más que presumas, ni medio palmo puedes
medrar, si no te arrimas a una de esas paredes.»
Cuando veo yo algunos que de otros escritores
a la sombra se arriman y piensan ser autores
con poner cuatro notas, o hacer un prologuillo,
estoy por aplicarles lo que dijo el tomillo.

Nadie pretenda ser tenido por autor sólo con poner un ligero prólogo, o algunas notas a libro ajeno.

Iriarte (Tomas de) - 043

La oruga y la zorra

Si se acuerda el lector de la tertulia
en que, en presencia de animales varios
la zorra adivinó por qué se daban
elogios avestruz y dromedario,
sepa que en la mismísima tertulia
un día se trataba del gusano
artífice ingenioso de la seda,
y todos ponderaban su trabajo.
Para muestra presentan un capullo;
examínanle, crecen los aplausos:
Y aun el topo, con todo que es un ciego,
confesó que el capullo era un milagro.
Desde un rincón la oruga murmuraba
en ofensivos términos, llamando
la labor admirable, friolera,
y a sus elogiadores, mentecatos.
Preguntábanse, pues, unos a otros:
«¿Por qué este miserable gusarapo
el único ha de ser quien vitupere
lo que todos acordes alabamos?»
Saltó la zorra y dijo: «¡Pese a mi alma!
El motivo no puede estar más claro.
¿No sabéis, compañeros, que la oruga
también labra capullos, aunque malos?»
Laboriosos ingenios perseguidos,
¿Queréis un buen consejo? Pues cuidado.
Cuando os provoquen ciertos envidiosos,
no hagáis más que contarles este caso.

La literatura es la profesión en que más se verifica el proverbio: ¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio.

Iriarte (Tomas de) - 043

La musica de los animales

Atención, noble auditorio,
que la bandurria he templado,
y han de dar gracias cuando oigan
la jácara que les canto.
En la corte del león,
día de su cumpleaños,
unos cuantos animales
dispusieron un sarao
y para darle principio
con el debido aparato,
creyeron que una academia
de música era del caso.
Como en esto de elegir
los papeles adecuados
no todas veces se tiene
el acierto necesario,
ni hablaron del ruiseñor,
ni del mirlo se acordaron,
ni se trató de calandria,
de jilguero, ni canario.
Menos hábiles cantores,
aunque más determinados,
se ofrecieron a tomar
la diversión a su cargo.
Antes de llegar la hora
del cántico proyectado,
cada músico decía:
«Ustedes verán qué rato»;
y al fin la capilla junta
se presenta en el estrado
compuesta de los siguientes
diestrísimos operarios:
los tiples eran dos grillos;
rana y cigarra, contraltos;
dos tábanos, los tenores;
el cerdo y el burro, bajos,
¡Con qué agradable cadencia,
con qué acento delicado
la música sonaría,
no es menester ponderarlo.
Baste decir que los más
las orejas se taparon,
y por respeto al león
disimularon el chasco.
La rana por los semblantes
bien conoció, sin embargo,
que habían de ser muy pocas
las palmadas y los bravos,
saliose del corro y dijo:
«¡Cómo desentona el asno!»
Éste replicó: «Los tiples
sí que están desentonados.»
«Quien lo echa todo a perder,
añadió un grillo chillando,
es el cerdo.» «Poco a poco,
respondió luego el marrano:
nadie desafina más
que la cigarra contralto.»
«Tenga modo y hable bien,
saltó la cigarra: es falso;
esos tábanos tenores
son los autores del daño.»
Cortó el león la disputa
diciendo: «¡Grandes bellacos,
¿antes de empezar la solfa
no la estabais celebrando?
Cada uno para sí
pretendía los aplausos,
como, que se debería
todo el acierto a su canto;
mas viendo ya que el concierto
es un infierno abreviado,
nadie quiere parte en él,
y a los otros hace cargos.
Jamás volváis a poneros
en mi presencia: marchaos;
que si otra vez me cantáis,
tengo de hacer un estrago.»
¡Así permitiera el cielo
que sucediera otro tanto,
cuando trabajando a escote
tres escritores o cuatro,
cada cual quiere la gloria,
si es bueno el libro o mediano,
y los compañeros tienen
la culpa si sale malo!

Cuando se trabaja una obra entre muchos, cada uno quiere apropiársela si es buena, y echa la culpa a los otros, si es mala.

Iriarte (Tomas de) - 043

La mona

«Aunque se vista de seda
la mona, mona se queda.»
El refrán lo dice así,
yo también lo diré aquí:
y con eso lo verán
en fábula y en refrán.
Un traje de colorines,
como el de los matachines,
cierta mona se vistió);
aunque más bien creo yo
que su amo la vestiría,
porque difícil sería
que tela y sastre encontrase:
el refrán lo dice: pase.
Viéndose ya tan galana,
saltó por una ventana
al tejado de un vecino,
y de allí tomó el camino
para volverse a Tetuán,
esto no dice el refrán,
pero lo dice una historia
de que apenas hay memoria,
por ser el autor muy raro;
(y poner el hecho en claro
no le habrá costado poco.)
Él no supo, ni tampoco
he podido saber yo,
si la mona se embarcó,
o si rodeó tal vez
por el istmo de Suez:
lo que averiguado está
es que por fin llegó allá.
Viose la señora mía
en la amable compañía
de tanta mona desnuda,
y cada cual la saluda
como a un alto personaje,
admirándose del traje
y suponiendo sería
mucha la sabiduría,
ingenio y tino mental
del petimetre animal.
Opinan luego al instante,
y nemine discrepante,
que a la nueva compañera
la dirección se confiera
de cierta gran correría,
con que buscar se debía
en aquel país tan vasto
la provisión para el gasto
de toda la mona tropa.
(¡Lo que es tener buena ropa!)
La directora, marchando
con las huestes de su mando
perdió, no sólo el camino,
sino, lo que es más, el tino.
Y sus necias compañeras
atravesaron laderas,
bosques, valles, cerros, llanos,
desiertos, ríos, pantanos;
y al cabo de la jornada
ninguna dio palotada.
Y eso que en toda su vida
hicieron otra salida
en que fuese el capitán
más tieso ni más galán.
Por poco no queda mona
a vida con la intentona;
y vieron por experiencia
que la ropa no da ciencia.
Pero sin ir a Tetuán,
también acá se hallarán
monos que, aunque se vistan de estudiantes,
se han de quedar lo mismo que eran antes.

Hay trajes propios de algunas profesiones literarias, con los cuales aparentan muchos el talento que no tienen.

Iriarte (Tomas de) - 043

La lechuza, los perros y el trapero

Cobardes son, y traidores,
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
va muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara (o farol,
que es lo mismo para el caso).
Y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
«Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada.»

Aunque renieguen de mí
los críticos de que trato,
para darles un mal rato,
en otra fábula aquí
tengo de hacer su retrato.
Estando, pites, un trapero
revolviendo un basurero,
ladrábale (como suelen
cuando a tales hombres huelen)
Dos parientes del Cerbero.
Y díjoles un lebrel:
«Dejad a ese perillán,
que sabe quitar la piel
cuando encuentra muerto a un can,
y cuando vivo, huye de él.»

Atreverse a los autores muertos, y no a los vivos, no sólo es cobardía, sino traición.

Iriarte (Tomas de) - 043