MANUSCRITO
DEL PROFESOR WITTEMBACH
-Teodoro
-dijo el profesor señor Wittembach, haga el favor de darme ese
cuaderno con cubierta de pergamino, que está en el segundo anaquel,
por encima del bufete; no, ése no, el pequeño en octavo. En él he
reunido todas las notas de mi diario de 1866, al menos las que se
refieren al conde Szémioth.
Calóse
el profesor sus gafas, y en medio del más profundo silencio leyó lo
que sigue:
LOKIS
y,
como epígrafe, este proverbio lituano:
Miszka
su Lokiu
Cuando
apareció en Londres la primera traducción en lengua lituana de las
Sagradas Escrituras, publiqué en la Gaceta
Científica y Literaria,
de Koenigsberg, un artículo en el que, después de rendir un justo
tributo a los esfuerzos del docto intérprete y a las piadosas
intenciones de la Sociedad Bíblica, creí, como deber mío, señalar
algunos ligeros errores, y observar, de añadidura, que aquella
versión solamente podía ser útil a algunas poblaciones lituanas.
En efecto: el dialecto de que se ha hecho uso es casi ininteligible
para los habitantes de los distritos donde se habla la lengua
yomaítica, vulgarmente llamada ymud; esto es, en el palatinado de
Samojicia, lengua acaso aun más parecida al sánscrito que al alto
lituano. Esta observación, a pesar de las furibundas críticas que
me atrajo de parte de un cierto profesor muy conocido en la
Universidad de Dorpat, fué un rayo de luz para los honorables
miembros del Consejo administrativo de la Sociedad Bíblica, que no
dudó un instante en dirigirme el halagador ofrecimiento de dirigir y
vigilar la redacción del Evangelio de San Mateo en samojicio. Estaba
entonces muy ocupado en el estudio de las lenguas transuralianas para
emprender un más extenso trabajo que hubiera comprendido los cuatro
Evangelios. Aplazando, pues, mi casamiento con la señorita Gertrudis
Weber, me dirigí a Kowno (Kaunas)
con la intención de recoger todos los monumentos lingüísticos
impresos o manuscritos en lengua ymud que pudiera procurarme, sin
olvidar por supuesto, las poesías populares –dainos-
y los relatos o leyendas -pasakos-
que me proporcionarían materiales para un vocabulario yomaítico,
trabajo que debía necesariamente preceder al de la traducción.
Me
dieron una carta para el joven conde Miguel Szémioth, cuyo padre,
por lo que se aseguraba, había poseído el famoso Catechismus
Samogíticus del padre Lawicki, tan raro, que hasta su existencia fue discutida, especialmente por el profesor de Dorpat, a quien hace poco
aludí. En la biblioteca del conde se hallaba, según los datos de
que me hice, una vieja colección de daínos
y algunas poesías, también en la antigua lengua prusiana.
Habiéndole escrito al conde Szémioth para exponerle el objeto de mi
visita, recibí de él una amabilísima invitación para pasar en su
castillo de Medintiltas todo el tiempo que mis investigaciones
exigieran. Terminaba su carta diciéndome, con una gran
espontaneidad, que él se las daba de hablar el ymud casi tan bien
como los lugareños, y que le agradaría mucho unir a los míos sus
esfuerzos en una empresa que calificaba de grande e interesante. Como
la de algunos de los más ricos propietarios de la Lituania, su
religión era la evangélica, de la que tengo el honor de ser
ministro. Me habían anticipado que el conde no estaba exento de una
cierta rareza de carácter, y que era, por lo demás, muy
hospitalario, amigo de las ciencias y las letras, y especialmente
benévolo con los que las cultivan. Partí, pues, para Medintiltas.
En
la escalinata del castillo me aguardaba el mayordomo del conde, que
en seguida me condujo a la habitación que se me destinaba.
-El
señor conde -me dijo- siente mucho no poder comer hoy con usted;
pero se lo impide una fuerte jaqueca, enfermedad que padece, por
desgracia. Si el señor profesor no desea que le sirvan en su cuarto,
comerá con el doctor Froeber, médico de la señora condesa. Dentro
de una hora se come, y no es necesario que se vista de etiqueta. Si
el señor profesor desea algo, aquí tiene el timbre.
Y,
haciendo un profundo saludo, se retiró.
La
habitación era grande y bien amueblada, con espejos y dorados. Tenía
vistas, de una parte, al jardín, o mejor, al parque del castillo, y
de la otra, al patio principal. A pesar de que se me advirtió que no
era preciso vestirse de etiqueta, me creí obligado a sacar el frac
de la valija. Estaba en mangas de camisa, ocupado en desembalar mi
modesto equipaje, cuando el ruido de un coche me atrajo a la ventana
que daba al patio. Una gran carretela acababa de llegar. Venían en
ella una dama vestida de negro, y un caballero y una mujer con
típicos trajes lituanos, pero tan alta y robusta aquélla, que
tentado estuve, en un principio, de tomarla por un hombre disfrazado.
Descendió la primera; otras dos mujeres, de no menos robusta
apariencia, aguardaban en la escalinata. El caballero inclinose hacia
la señora enlutada, y, con gran sorpresa mía, desabrochó un largo
cinturón de cuero que la aseguraba en el asiento del coche. Pude
observar que esta dama tenía largos y blancos cabellos muy en
desorden, y que sus ojos, abiertos de par en par, parecían
inanimados: se la hubiera creído una figura de cera. Tras desatarla,
su acompañante le dirigió la palabra, sombrero en mano, con gran
respeto; pero ella pareció no darse cuenta de nada. Entonces el
caballero, volviéndose hacia los criados, les hizo un ligero signo
con la cabeza, tras el que las tres mujeres asieron a la enlutada, y
a pesar de los esfuerzos de ésta para no moverse de la carretela, la
llevaron y condujeron, como a una pluma, al interior del castillo.
Eran testigos de aquella escena numerosos servidores de la casa, que
parecían contemplar tal espectáculo como cosa frecuentísima.
El
hombre que lo había dirigido, después de sacar su reloj, preguntó
si se iba a comer inmediatamente.
-Dentro
de un cuarto de hora, señor doctor -le dijeron.
No
tuve que esforzarme mucho para adivinar que aquel hombre era el
doctor Froeber, y la dama enlutada la condesa. Por la edad de ésta,
deduje que sería la madre del conde Szémioth, y las precauciones
con que fué acogida demostraban claramente que no estaba bien de la
cabeza.
Momentos
después penetró en mi cuarto el doctor.
-Como
el señor conde está algo indispuesto -dijo, me veo obligado a
presentarme por mí mismo. Soy el doctor Froeber y tengo mucho gusto
en ponerme a sus órdenes, encantado de entablar conocimiento con un
sabio cuyo mérito es conocido de todos los que leen la Gaceta
Científica y Literaria,
de Koenigsberg. ¿Le parece bien que nos sirvan la comida?
Respondí
lo mejor que pude a tales cumplimientos, y le dije que si era hora de
ponernos a la mesa, estaba pronto a seguirle.
Apenas
llegados al comedor nos ofreció el maestresala, según uso del
norte, una bandeja de plata con licores y algunos manjares
fuertemente salpimentados, propios para excitar el apetito.
-Permitidme,
señor profesor -dijo el doctor, que os recomiende, en calidad de
médico, un vaso de este starka,
verdadero aguardiente de cognac, con más de cuarenta años. Es el
padre de los licores. Tomad una anchoa de Drontheim; nada hay más a
propósito para abrir y preparar el tubo digestivo, uno de los
órganos más importantes... Y, ahora, ¡a comer! ¿Por qué no
hablamos en alemán? Usted es de Koenigsberg; yo de Memel, pero mis
estudios los he seguido en Jena. Así hablaremos más libremente, y
los criados, que tan sólo saben el polaco y el ruso, no nos
entenderán.
Al
principio comíamos en silencio; después de tornar la primera copa
de vino de Madera, le pregunté al doctor si el conde padecía de
ordinario aquella indisposición que nos privaba, en aquel momento,
de su presencia.
-Sí
y no -me repuso; depende de los sitios que frecuenta.
-¿Cómo
es eso?
-Cuando
va por el camino de Rosienie, por ejemplo, vuelve con jaqueca y de un
humor endiablado.
-Pues
yo he ido a Rosienie y no me ha ocurrido eso.
-Se
debe, señor profesor -respondió riendo, a que no está usted
enamorado.
Pensando
en la señorita Gertrudis Weber, suspiré.
-¿Es,
pues, en Rosienie -dije- donde vive la prometida el señor conde?
-Sí;
en los alrededores. ¿Prometida?... no sé. Una coqueta descarada que
le hará perder el seso, como le ha ocurrido a su madre.
-En
efecto: creo que la señora condesa está... enferma.
-¡Loca,
mi querido señor, loca! ¡Y más loco yo por haber venido aquí!
-Es
seguro que los buenos cuidados de usted le harán recobrar la salud.
El
doctor movió la cabeza, contemplando atentamente una copa de vino de
Burdeos que tenía en la mano.
Aquí
donde usted me ve, señor profesor, he sido cirujano del regimiento
de Kaluga. En Sebastopol no hacíamos más que amputar brazos y
piernas desde por la mañana hasta por la noche; no hay que decir la
de bombas que, como moscas a las mataduras de un caballo, se nos
venían encima; pero aunque entonces estaba mal alojado y mal comido,
no me aburría como aquí, donde como y bebo de lo mejor, y donde
vivo como un príncipe y se me paga como a un médico cortesano...
Pero, ¿y la libertad, mi querido señor?... ¡Figúrese que con esta
endiablada señora no se puede disponer de un momento!
-¿Hace
mucho que la tiene a su cuidado?
-Menos
de dos años; pero hace más de veintisiete que está loca, desde
antes que naciera el conde: ¿No le han contado nada de esto en
Rosienie ni en Kowno? Escuche entonces, pues se trata de un caso del
que pienso ocuparme algún día en el Diario
Médico de San Petersburgo.
La señora condesa está loca de miedo...
-¿De
miedo? ¿Cómo es eso posible?
-De
un susto que pasó. La condesa pertenece a la familia de los Keystut.
¡Oh, en esta familia no se malcasa nadie! Nosotros descendemos de
Gédymin. Tres días... o dos después de su casa-miento, que tuvo
lugar en el castillo donde ahora comemos (a la salud de usted...), el
conde, el padre del actual, se fué de caza. Las damas (lituanas,
como sabrá, son amazonas, y así, la condesa lo fué también de
caza. Retrasóse ella, o adelantóse a los monteros..., lo ignoro...
Lo cierto es que, de repente, el conde ve llegar, a galope tendido,
al pequeño cosaco de la condesa, muchachito de unos doce a catorce
años.
«-¡Señor
-dijo, un oso se lleva a la señora!»
-¿Dónde
ha sido eso? -dijo el conde.
»-Por
allí.
»Acuden
todos al sitio que designa; pero no se ve a la condesa. De una parte,
se ve a su caballo estrangulado; de otra, su pelliza hecha jirones.
Se busca, se registra el bosque en todos sentidos. Por último, un
montero exclama: «¡Aquí está el oso!» En efecto: el oso
atraviesa un descampado con la condesa a rastras, indudablemente para
devorarla con toda comodidad en alguna espesura, pues esos animales
son glotones. Les gusta comer tranquilos. Casado dos días antes, el
conde se siente caballeresco y quiere arrojarse sobre el oso con el
cuchillo de caza en la mano; pero, mi querido señor, un oso de
Lituania no se deja atravesar como un ciervo. Por fortuna, el
portaarcabuz del conde, un perillán de siete suelas, ebrio aquel
día, hasta el punto de no distinguir un conejo de un corzo, hizo
fuego con su escopeta a más de cien pasos, sin pararse a pensar si
la bala alcanzaría a la bestia o a la mujer.
-¿Y
mató al oso?
-A
la carrera. Nadie como los borrachos para hacer tales blancos.
Además, hay balas predestinadas, señor profesor. Tenemos aquí
algunos brujos que las venden justamente por lo que valen. La condesa
estaba completamente llena de rasguños, sin conocimiento, no hay que
decirlo, y con una pierna rota. Se la transporta y vuelve en sí;
pero había perdido la razón. Se la lleva a San Petersburgo. Allí
tiene lugar una gran consulta, a la que asisten cuatro médicos
cargados de títulos, que dicen: «La señora condesa está encinta;
es posible que su parto ocasione una crisis favorable. Que viva al
aire libre, en el campo; que tome nata, codeína...» A cada uno le
dan cien rublos. Nueve meses después, la condesa da a luz un robusto
niño; en cuanto a la crisis favorable..., sí... sí..., no hay de
qué... El furor aumenta. El conde le enseña su hijo. Esto es de un
efecto que no falla nunca... en las novelas. «¡Matadle; matad a la
bestia!» - exclama; un poco más y le retuerce el cuello. Tiene
después momentos de locura estúpida y de manías furiosas, con más
una grande propensión al suicidio. Es preciso atarla para que tome
el aire, y necesita tres vigorosas criadas que la contengan. Notad,
no obstante, señor profesor, lo siguiente: cuando he agotado el
repertorio y me es imposible hacerla obedecer, tengo un medio para
calmarle: la amenazo con cortarle los cabellos. A lo que creo, tiempo
atrás los tenía muy hermosos. ¡La coquetería! He aquí el último
sentimiento humano en desaparecer. ¿No es esto extraño? Si me fuera
posible obrar a mi antojo, acaso la curaría.
-¿De
qué manera?
-Moliéndola
a golpes. Con este procedimiento he curado a veinte lugareñas de un
pueblo en el que se había declarado esa furiosa locura rusa que se
llama el aullido
(2);
una mujer comienza a aullar, y, a poco, su madre hace lo mismo. Al
cabo de tres días aúlla todo el pueblo. A fuerza de palizas di al
traste con la enfermedad. (Tome una gallineta, están tiernas). El
conde no ha consentido que lo ensaye con su madre.
-¡Cómo!
¿Quería que consintiera tan horrible tratamiento?
-¡Bah!,
ha tratado muy poco a su madre; además, es por su bien; pero,
dígame, señor profesor, ¿hubiera creído nunca que el miedo
hiciera perder la razón?
-El
trance de la condesa fué espantoso... ¡Encontrarse entre las garras
de un animal tan feroz!
Pues
bien, su hijo no se le parece. Hace menos de un año que se encontró
en un peligro idéntico, y gracias a su sangre fría pudo escapar
felizmente.
¿De
las garras de un oso?
De
una osa, la más grande que se ha visto en mucho tiempo. El conde
quiso atacarla venablo en mano; pero la osa, de un revés, aparta el
venablo, coge al conde y lo arroja en tierra con la misma facilidad
con que yo derribaría esta botella. El conde, con malicia, se hace
el muerto... La osa lo olfatea y olfatea, y después, en lugar de
despedazarlo, le da un lengüetazo. Aquél, conservando su presencia
de espíritu, no se mueve; la osa, entonces, prosigue su marcha.
-La
osa ha creído que estaba muerto. Efectivamente, he oído decir que
esos animales no comen cadáveres.
-Preciso
es creerlo, sin comprobarlo personalmente; pero, a propósito de
miedo, me va a permitir que le cuente una historia acaecida en
Sebastopol. Estábamos cinco o seis en torno de un cántaro de
cerveza que acababa de llegar en la trasera de la ambulancia del
famoso baluarte número 5. El centinela gritó: «¡Una bomba!»
Todos nos pusimos boca abajo; todos no, uno, de nombre..., no hace
falta decirlo..., un joven oficial, recién venido, permaneció en
pie, con el vaso en la mano, hasta el momento mismo en que estalló
la bomba, llevándose la cabeza de mi pobre camarada André
Speranski, un muchacho valiente, y rompiendo el cántaro,
afortunadamente ya casi vacío. Cuando nos levantamos, después de la
explosión, vimos en medio de la humareda al joven oficial apurando
el último trago de cerveza, como si tal cosa. Le tuvimos por un
héroe. Al día siguiente me encuentro con el capitán Ghédéonof,
que salía del hospital, y me dice: «Hoy como con ustedes para
celebrar mi vuelta al servicio, y pago el champaña». Nos ponemos a
comer. El joven oficial de la cerveza estaba con nosotros. No
aguardaba el champaña. Se descorchaba una botella junto a él...
¡Paf!, el tapón salta a su cabeza. Lanza un grito y medio se
desvanece. Lo que le prueba que mi héroe tuvo un miedo tremendo la
primera vez, y que si se bebió la cerveza en lugar de esconderse,
fué debido -hasta tal punto el miedo le hizo perder la cabeza- a un
movimiento maquinal, del que no tuvo noticia. En efecto, señor
profesor, la máquina humana...
-Señor
doctor -dijo entrando en el comedor un doméstico: la Idanova dice
que la señora condesa no quiere comer.
-¡Que
el diablo se la lleve! -refunfuñó el doctor. Allá voy. Cuando haya
hecho comer a mi loca, señor profesor, podremos, si a usted le
place, jugar al duratchki.
Le
dije que sentía mucho no saber jugar, y mientras él se dirigió en
busca de la enferma, yo me encaminé a mi cuarto y le escribí a mi
novia Gertrudis.
1
«Ambos
son una misma cosa»; palabra por palabra, Miguel y Lokis es igual.
Michaelium
dum Lokide, ambo (duo) ipsiasimi.
2
Una poseída, en ruso, es una aulladora, Klikoucha, de la klik,
clamar, aullar.
1.078.5 Merimee (Prospero) - 046